Rufino Tamayo (1899-1991) - Un hombre con flor
Actualizado: 7 mar 2023
El lugar de Rufino Tamayo en el mundo es el del artista que juega con los espacios de cada obra, con formas y colores, el del trabajador de disciplinas, rigores y renuncias que sólo se conduele cuando no está pintando, y el del político que se declara partidario de ideas sociales avanzadas aliado de la justicia y de la verdad.
“Yo tengo, naturalmente, en lo personal; mi idea política, pero no la quiero retratar en la pintura –declara Tamayo firmemente -. Yo soy un socialista basado en los derechos humanos. En cambio, los pintores llamados muralistas, produjeron un arte al servicio de un gobierno. La famosa Escuela Mexicana de Pintura, que se creó con motivo de la Revolución, desde luego es una cosa que no va conmigo, porque se hizo un arte al servicio de otras cosas que no eran la pintura en sí, y mi propósito es la pintura antes que nada…”
Su actitud debió acarrearle muchas enemistades, entre ellas Rivera, eminente iniciador de la pintura revolucionaria.
Si, me consideraron traidor. Traidor a la patria porque no quise participar. Sin embargo, mi amistad con Rivera se mantuvo más o menos a flote, hasta el momento en que, de los pintores jóvenes, yo destaqué. Ahí empezó la enemistad. No quería que surgiera alguien más. Cuando estaba a punto de morir y yo tenía que ir a París, nos reconciliamos. Le dije que a mi regreso lo vería en los muros, trabajando como siempre, cosa que desgraciadamente no sucedió porque yo estaba enfermo. Rivera era fantasioso. Inventaba cosas que no había hecho; por ejemplo, eso de comer carne humana y tantas cosas…
Corrió usted con suerte al irse a Nueva York, después de su confrontación con los pintores de la Escuela Mexicana…
Pues mire, eso de la suerte existe, y no existe; hay que cultivarla, hay que ponerse cerca de ella. He tenido suerte en el sentido de que he sido reconocido desde que tenía 33 años, pero debo decirle que el principio de mi carrera fue muy duro, pero durísimo. En Nueva York casi me muero de hambre –Sonríe-. Había veces que tenía siete manzanas para comer durante una semana. En ese tiempo todavía no estaba casado. Yo me fui con Carlos Chávez. Teníamos las mismas intenciones; él en la música y yo en la pintura. Los dos fracasamos la primera vez que fuimos. Eso fue en los años veintes.
Carlos Chávez tuvo la suerte de que Antonieta Rivas Mercado, una señora aristócrata que se interesaba por el arte, se le ocurrió hacer la sinfónica, ahí es cuando se resuelve la situación de Chávez. Pero, ese viaje me sirvió en primer lugar, para darme cuenta de lo que era la pintura que existía en nuestro país, y en segundo, para hacerla con un sentido mexicano y actualizado.
Esa voluntad de no someter su pintura a ninguna idea política, ni a ninguna circunstancia extraestética, constituye el sello real, auténtico de su obra. Dígame, maestro, ¿qué diferencia encuentra usted entre los muralistas y la pintura de caballete?
Los muralistas no sólo tenían el compromiso político, sino también el compromiso de adaptarse a la arquitectura que había que trabajar. En cambio, la obra de caballete es una pintura de ensayo, sin limitaciones. Un campo donde se puede experimentar. Pero muchas de las gentes, sobre todo los partidarios de la Escuela Mexicana, consideran que la pintura de caballete está comprometida con la gente rica –Respira profundo-. Desde el momento en que pude empezar a vivir de mi trabajo, es decir, cuando empecé a vender mis cuadros, hice la promesa de poner ese dinero que ganaba al servicio del pueblo: asilos, museos, la introducción del agua a colonias como San Cristóbal Ecatepec… Siempre estoy haciendo cosas para cumplir mi promesa personal conmigo mismo de poner el dinero de mi trabajo al servicio del pueblo.
Sentados en el amplio jardín bajo el calorcillo del sol de esa mañana, descansando sus piernas, el maestro Tamayo deja que sus palabras tomen los amarillos y naranjas de las mariposas. Los azules y verdes de los colibríes, y el brillo de pequeñísimos insectos que revolotean alrededor de su figura, creando un agradable ambiente mientras habla sobre la pintura:
“Pintar es como un campo abierto, sin límites. Yo soy estudiante de pintura porque nunca puede uno terminar de encontrar más y más elementos con los que se tiene la posibilidad de expresarse. Pintar no es continuar lo que ya se hizo, sino actualizarlo. No voy a seguir haciendo lo que ya hice porque entonces estaría viviendo de sueños del pasado. Que la tradición siga, pero actualizada.”
Maestro, ¿en qué se basa para tener esa vitalidad en su trabajo?
Todo esto lo logro con disciplina. La disciplina es la que hace todo. Esperar por la musa es una cosa romántica del siglo pasado. Ahí tenemos entre los pintores jóvenes a Toledo quien nomás piensa en la pintura. Estando yo en París, él se me acercó. Un muchacho que yo no sabía quién era y que me mostraba su trabajo. Inmediatamente dije: ¡qué barbaridad, este joven tiene un gran talento! Incluso, gestioné que lo tuviera una galería en París. Sus cuadritos entonces eran de cincuenta dólares. A ese muchacho yo lo considero como mi hijo, pero no en el sentido de que me esté imitando ni nada de eso. El tiene genio y una disciplina en el trabajo formidable.
Hijo único, Rufino queda huérfano a los ocho años, causándole una gran pena la muerte de su madre. Acólito de una iglesia en Oaxaca, su futuro se reflejaba en la música, ya que a los diez años dirigía la orquesta en las misas cantadas. Sin embargo, cuando la tía con la que vivía se traslada a México, el panorama cambia totalmente.
“Por fortuna –recalca el artista- si me hubiera quedado en Oaxaca, mi vida hubiera sido muy distinta. En la capital me tocó la Revolución completa. Ahí aprendí canciones de gentes del estado de Morelos que llegaban a la casa.
“No es la elocuencia ni el saber / lo que me dicta en la ocasión / hablar en pro de un ciudadano / que a la vez no existe ya.”
Cerrando sus ojos, recuerda episodios de la Decena Trágica: “Iba yo rumbo a Catedral un domingo, y me sorprendió ver que los alumnos del Colegio Militar estaban pecho tierra esperando la llegada de Reyes y Félix Díaz. Y ahí empezó la cosa. Nomás pasaban las balas, sobre todo de los cañones, que uno hizo blanco en Palacio…
¿Alguna vez tuvo miedo?
(Sonríe) Pues ni a la muerte le tengo miedo, Porque es inevitable y entonces es mejor aceptarla. Como a la mujer.
Maestro, ¿en sus pinturas la figura femenina es siempre la de Olga?
No, yo he hecho varios retratos de ella, pero nunca he pensado en Olga como un arquetipo. Me interesa la mujer como forma y nunca he usado modelos. La pintura es imaginación…
¿Y qué es más importante para usted, el amor o la amistad?
Bueno, yo creo en la amistad más que en el amor. Las personas que se entienden mutuamente, incluso no tienen la necesidad de casarse. En cambio, hay gente que se casa y se arrepiente de haberse casado porque se hizo un compromiso. Creo que en un futuro eso se va a acabar y la relación va a ser más libre.
¿Alguna vez deseó tener hijos?
Siempre tuvimos deseos, pero desgraciadamente mi mujer se enfermó dos veces, y no se pudo. Mi mujer es de un carácter muy distinto al mío, pero ahí vamos. Tenemos ya cincuenta y tantos años de casados. Y es Olga quien en la cuestión artística administra mi obra. Lo que yo no hubiera podido hacer, ella lo lleva muy bien.
Por último, ¿Qué piensa de la vida, maestro?
Creo que siempre se debería desear vivir más. Yo, volvería a empezarla otra vez con el mismo sentido, pintando.
Así, entre colores en sus ojos oscuros. Sin pincel en esas manos largas y finas. Caminando con cuidado sobre el piso de barro, entre figurillas prehispánicas, perros y plantas, Rufino Tamayo se aleja, plasmando todo en una pintura, la propia.
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